En 1973, Enrique Domínguez encarga a Alejandro de la Sota la construcción de una vivienda para su numerosa familia en la urbanización La Caeyra, en las proximidades de Pontevedra. La necesidad de resolver un amplio programa doméstico, con sensación de comodidad e independencia para sus habitantes, y la posibilidad de gozar, a cierta altura, de inmejorables vistas, llevan al arquitecto a materializar un concepto de habitar basado en una clara estructura funcional invertida y estratificada, propuesto con anterioridad para la primera versión no construida de la casa Guzmán (Madrid, 1970). Según sus palabras: «el habitáculo del hombre puede ser representado por una esfera cortada ecuatorialmente por el plano de la tierra. La semiesfera enterrada se usará para el descanso, inactividad, reposición de fuerzas y del pensamiento, la semiesfera por encima del plano 0 será donde el hombre desarrolla su actividad, donde desarrolla lo pensado».
De este modo, la estancia común de la vivienda y todo cuanto a ella se relaciona, donde la vida es más pública y activa, se sitúa en una posición alta y dominante, en contacto con la naturaleza, el aire y las vistas; y la zona de vida pasiva, formada por las habitaciones privadas y sus espacios anexos, destinada al reposo, se entierra por debajo de la cota del terreno, iluminada por agradables patios que crean sensación de tranquilidad y recogimiento. La materialización formal y constructiva de la propuesta es consecuencia de su idea conceptual, de modo que cristaliza en dos volúmenes claramente diferenciados: uno tectónico, conformado por un nítido prisma de chapa blanca que flota sobre el suelo; y otro estereotómico, formalmente indefinido, que se hunde y diluye en el terreno, a través de su revestimiento de gres color terracota y de sus cubiertas vegetales. Ambos cuerpos quedan separados por un vacío intermedio, a cota cero, que resuelve el acceso a la vivienda y se expande a toda la parcela. Una delicada secuencia de espacios de transición, formada por desniveles del terreno, taludes de piedra, una terraza a media altura, o el emparrado frente a ella, se apropia de la naturaleza próxima, incorporándola al espacio habitable. La arquitectura se dilata en su entorno y genera un recorrido exterior, continuo y ambiguo.
Al divulgar la obra, Alejandro de la Sota atribuye a una referencia de Eero Saarinen la idea de configurar la vivienda mediante dos núcleos de vitalidad, formal y materialmente diferenciados. Sin embargo, la investigación realizada sobre distintas fuentes de su archivo profesional sugiere relacionar el concepto empleado con el texto de Philip Johnson que acompaña a la publicación de su casa Wiley (Connecticut, 1953), junto a la casa Arvesú de Sota (Madrid, 1953), en el número 164 de la Revista Nacional de Arquitectura (1955). Bajo el elocuente título de «Una casa con vida doble», el arquitecto americano se pregunta: «¿Por qué la gente no puede aprender a vivir en las esferas sin ventanas de Ledoux o en los puros prismas de cristal de Mies van der Rohe?»
A partir de la visita a la vivienda y de un estudio pormenorizado del material original de la propuesta, se realiza un análisis crítico de la obra, encaminado a extraer aquellos criterios y soluciones del proyecto de habitar que, aplicados con naturalidad por el maestro, pueden hoy nutrir nuestro ejercicio profesional.